Pues bien, como decía, la incertidumbre comenzaba a envolverlo todo de la misma manera que el resplandor circunda la luz. Sumida en la penumbra del crepúsculo, ahí seguía yo esperando, sin saber exáctamente a qué, a la supuesta misteriosa furgoneta que me conduciría hasta Müang Sing. Ya en plena oscuridad empecé a impacientarme, aquello constituía algo inesperado. No sólo no conocía el lugar, Luang Namtha, sino que me hallaba a más de diez kilómetros de ella. La posibilidad de pernoctar, a juzgar por la eterna espera, aparecía como una opción que no debía descartar. Sin embargo, todavía me aferraba a la tibia sospecha de que aquello tenía algún sentido. Sólo debía ser paciente y confiar. Después de todo había apostado por ello y, al menos, tenía que intentarlo.
La porción más suculenta del trayecto estaba por llegar. Y así fue. Cuando ya me disponía a sacar el diccionario en busca de las palabras que me llevaran hasta la ciudad más cercana, apareció la polvorienta y desvancijada camioneta. Una voz masculina algo áspera musitó "¿Müang Sing?", "Mi" ("sí"), respondí algo desconfiada. Tras algunos esfuerzos, averigüé que taradaríamos algo más de dos horas. Un tiempo que, como siempre, termina dilatándose por motivos imprevisibles y sorprendentes a partes iguales. Y es que apenas habían transcurrido unos minutos que el conductor detuvo el vehículo en medio de la carretera para mi asombro. "¿Pen-nyang?" ("¿Para qué?"), le pregunté algo inquieta. El tipo no contestó nada, se limitó a hacer algunas llamadas mientras salía y entraba del furgón una y otra vez. Abandonada a la lectura ante la imposibilidad de comprender con exactitud lo que sucedía, rogaba en silencio que retomáramos el camino. Debió pasar algo más de media hora hasta que volvimos a arrancar. Esta vez, suspiraba, sin más paradas.
Foto: Google
La opacidad de una noche sin luna dificultaba la visibilidad por las sinuosas y cerradas curvas en un balanceo continuo a prueba de mareos. Momento en el que recordé que apenas había probado bocado durante todo el día. Mal asunto. Mientras, el silencioso taxista conducía con aspecto de atención concentrada. Debía conocer muy bien el camino, pensé en un intento de no abandonar la confianza de llegar entera. Su rostro parecía avanzar y retirarse en la oscuridad de las tinieblas con las oscilaciones regulares que provocaba el cruce de los coches que viajaban en sentido contrario. Y cuando la camioneta parecía estar a punto de emitir su último suspiro, llegamos a Müang Sing.
La ruta hacia tierras desconocdias había llegado a su fin. Respiré aliviada. Un cielo de color humo nos daba la bienvenida rodeado de un halo de misterio de esos que desprenden las ciudades enmudecidas presas de un aire que parece murmurar historias de unos tiempos ya desaparecidos. Su contemplación producía una impresión algo incómoda y perturbadora a la vez. El conductor redujo la velocidad mirando a un lado y a otro de la ventanilla en busca del hostal que le había indicado no sin dificultades. La calle principal de aquel desaliñado y pequeño pueblo aparecía abandonada a su suerte. Tan sólo las centelleantes luces de algunos establecimientos nos alumbraban el lento recorrido.
Transcurridos unos minutos, tal vez más, nos detuvimos ante lo que parecía un hostal. El único que permanecía abierto a esas horas. La entrega y cortesía de un puñado de kips laosianos, puso final a aquel viaje difícilmente de olvidar. Ante mí, emergía un nuevo capítulo en esta singular aventura que me había llevado hasta un lugar llamado Müang Sing.
2 comentarios:
muy bueno; cada vez disfruto mas me hace vivir el momento ...ole...ole.besos...ET....
Muchas gracias, me alegras siempre con tus comentarios! :)
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