16 jul 2012

Nacidos en el Estrecho

'Las maravillas del mundo son innumerables pero ninguna es tan portentosa como el hombre', afirmaba Sócrates. Sin duda y sin renunciar a los innegables atractivos de la naturaleza, situamos nuestra atalaya viajera hasta la compleja policromía que representa el variopinto tapiz del género humano. Una composición dinámica de pueblos, razas y etnias cuya riqueza es el fruto de sus particularidades.

Dispuesta a deleitarme en sus matices llegué a la Malasia Peninsular mientras el tren avanzaba con despreocupado movimiento desde la lejana Bangkok. Una región donde pronto me toparía con una suerte de cóctel multicultural de sabores malayos, chinos e hindúes. Semejante encuentro tuvo lugar en Penang, un aperitivo que terminaría por completarse en la sureña ciudad de Malaca.Y es que uno de los pueblos más célebres son los peranakan, cuyo origen se remonta hasta el siglo XVI, cuando inmigrantes chinos llegaron hasta estas costas y muchos de ellos se casaron con mujeres malayas. Tras casi cinco siglos de enriquecedora fusión, la cultura baba nyonya ('hombres' y 'mujeres') continúa, seduciendo el paladar del viajero con su deliciosa cocina donde se dan cita la gastronomía china, malaya e indonesia.

Repleto de aromas del ayer, las notas intensas dibujan un camino que comienza despertando nuestro interés con una arquitectura barroca y abigarrada, prueba del poder económico que llegaron a atesorar los comerciantes de la China meridional que se instalaron en importantes enclaves comerciales como Singapur, Malaca y Penang. Unas obras hoy convertidas en museos o encantadores alojamientos, donde conversar con los hospitalarios propietarios y descubrir así los detalles de esta singular etnia. Pues, a pesar de que mantienen su religión original, comparten las costumbres, el idioma y la vestimenta propiamente malayas.

Foto: Museo Peranakan de Penang.

'Chinos en espíritu y malayos en forma', me comenta el propietario de un establecimiento situado en la concurrida calle Chulia de Georgetown, mientras me sirve un delicioso cendol (un refrescante postre hecho a base de hielo picado, leche de coco, habas rojas, gelatina en tiras y azúcar de palmera). Así se definen los peranakan. Una variedad y multiplicidad de formas asaltan la percepción del viajero fruto de este crisol étnico y religioso. Profundizar a través de la delicadeza de esta sofisticada comida garantiza la puerta de entrada a un mundo de sabores y texturas sorprendentes.
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11 jul 2012

Kep, 'el Saint-Tropez camboyano'

No tiene bancos ni cajeros automáticos. Tampoco abunda la oferta de pomposos alojamientos diana de bolsillos pudientes y holgados. Su atmósfera desprende una relajada dejadez donde los días transcurren a merced de unos vientos que soplan a placer.

Recorro sus descampadas calles mientras mi imaginación viaja a los tiempos en que esta pequeña localidad en la costa sur de Camboya, se transformó en una suerte de retiro colonial francés. Un pasado elitista, el Saint-Tropez camboyano, a quienes los colonos franceses bautizaron 'la Perle de la Côte d'Agathe'. Y es que en este pueblo costero, los tiempos pretéritos forman parte de un presente aletargado, fruto de una inactividad marcada por el régimen de los jemeres rojos, hoy convertido en un sosegado paraíso para reposo del viajero.

Un césped montañoso cubre los frondosos alrededores que la custodian. Un boscoso abrigo que proteje este lugar colgado en el tiempo, donde las villas de principios de siglo XX todavía conservan sus estructuras decrépitas, evocando así el espíritu de unos tiempos despreocupados. Tras unas semanas entre el ardoroso pavimento de Phnom Penh, el sur me pareció inesperadamente fresco y lozano. Sus campos, de rostro cetrino, anunciaban el comienzo de la estación seca, mientras que las migajas de una sutil lluvia confería una húmeda riqueza al aire que resultaba casi dulce.

Seducida por el rumor de una hilera de chozas frente al mar, encaminé mis pasos hasta lo que parecía un espontáneo mercado pues la vida, en este rincón, está ligada a los recursos que proporciona las aguas del Golfo de Tailandia. El trasiego del gentío a la caza del mejor marisco y, en particular, el afamado y popular cangrejo que conservan vivos en cestas atadas junto a la orilla, rotulan el paisanaje gastronómico de Kep. Una delicia sazonada por la no menos admirada pimienta de su vecina Kampot. Una motivación para muchos más que justificada por la que acercarse hasta esta soñolienta localidad.

Foto: Danuta-Assia Othman

Los robinsones vocacionales encontrarán aquí un destino en un aparente enclave de aire silencioso, tan sólo interrumpido por el rumor de un oleaje que nos hace levantar la mirada y depositarla en el horizonte de límites indefinidos que ofrece. 

Foto: Danuta-Assia Othman
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5 jul 2012

El exilio birmano

En la delicadeza de unas líneas que separan, marcan y fragmentan algo más que una extensión, subsisten desde hace décadas en campos de refugiados entre 130.000 y 200.000 birmanos. Funambulistas de un destino oprimido por el ejército birmano, se convierten en acróbatas de la delicada y quebradiza cuerda floja que sustenta sus vidas.

Un destino suspendido en un dilatado paréntesis que espera (im)paciente en los márgenes de la única carretera que atraviesa las herbosas cumbres dentadas del norte de Tailandia. Una imagen que el marco de la ventanilla de la furgoneta en la que voy sentada, retiene la escena por unos instantes haciendo de ella un vívido cuadro. Un cuadro compuesto por una frontera que acoge a diez campos de refugiados, una población indígena en su mayoría perteneciente a la etnia karen que llega en busca de asilo frente a las graves violaciones de derechos humanos que la junta ha perpetuado.

Foto: Nicolas Asfouri.

Es el alfa y el omega, aquí comienza y acaba todo. Una esperanza tal vez truncada que depende de la ayuda humanitaria, pues el gobierno tailandés no les permite salir de los campos, renunciando así al acceso de una ciudadanía y la posibilidad de trabajar libremente, me cuenta Mery, una voluntaria que trabaja con aquellos que no 'tienen tanta suerte' y viven a la sombra, en la inseguridad y el miedo de una posible deportación. Reducimos la marcha en un intento por retener aquella imagen que el negocio mediático se ha ocupado de mantener en la perifera, desviando un necesario y urgente foco de atención. Le pregunto a Mery si podemos entrar pero me dice que no, necesitaríamos una acreditación difícil de conseguir.

Persigo con la mirada la estela de unos rostros confinados tras las alambradas de espinos que rodean a esta prolongada situación de refugio sujeta, en inquietantes ocasiones, a los temidos programas de reasentamiento. Avanzamos en una ruta ensombrecida por la reflexión de un bandera que ondea, a media asta, injusticia y sinrazón.

 
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