Quizá sea porque las distancias se acortan. Quizá sea por la generosidad de un clima siempre amable. Quizá sea por ti, rostro jemer de mirada cálida y bondadosa, enquistada por la sombra de un genocidio que lo tiñe todo, tú que has ido y regresado del infierno y que, sin embargo, atesoras la magia del conjunto arqueológico más extenso, intenso y sorprendente del planeta. Quizá sea por esa forma de existencia atemporal que apenas ha variado en muchos siglos y que tanto seduce a la miopía de Occidente. Quizá.
Así es Camboya, un lugar donde el viaje fluye en una suerte de esencia de indescriptible magnificencia. Como otras tantas veces, la mejor forma de adentrarse en este territorio encantador pero asolado tras tres décadas de guerra, es por tierra. Y es que el corazón del sudeste asiático conviene degustarlo con el movimiento feriado de sus medios de transporte que discurren con gran habilidad por unas carreteras algo castigadas. Una elección que nos permitirá percibir el esplendor de sus decorados naturales y, sobre todo, el espíritu inquebrantable de optimismo contagioso que define al pueblo camboyano.
En este recorrido de hermoso escenario, la mirada del viajero se pierde a menudo en los vaivenes de la historia. Entre el ayer y el hoy se traza el camino en un intento de aproximarnos a la comprensión que requiere. En la solidez del terreno avanzamos a través de un país, hoy sucesor del poderoso Imperio jemer, que durante la época de Angkor (entre los siglos IX y XV) dominó gran parte de lo que ahora es Laos, Tailandia y Vietnam. Acomodados en nuestro mirador somos testigos del espíritu que representa Camboya, capital asiática de los templos, todavía dueña y señora de lo tradicional y de un multiculturalismo que aquí carece de protagonismo pues nos encontramos ante el país más homogéneo de la región, donde el 90% de la población camboyana es jemer.
Foto: Danuta-Assia Othman
Pero hablemos de caminos. Caminos que no solo dibujan trayectos sin orden aparente mientras desplazan cualquier atisbo de vegetación, sino que transitan en la memoria despierta y nos susurran historias que acumulamos en una melopea de sensaciones que encandilará a más de un viajero. Seducida por todo cuanto me rodea, me cuesta reconocer el alcance de un viaje que atrapa en la delicadeza de sus contrastes. Y es que aquí el viaje es algo más que un capricho del recreo, es una necesidad, una obligación incluso donde resulta inevitable experimentar una especial emoción. Un viaje que deambula y se instala en el recuerdo (por fortuna) de un tiempo ya acabado.
Decía Sartre que "cada hombre tiene que inventar... su camino". Dispuesta a tal andanza me subí aquel día a ese autocar que me llevaría hasta algo más que la capital Phnom Penh desde su vecina vietnamita no tan lejana Ho Chi Minh. Me sentía algo falta de fuerzas tras un largo viaje interrumpido por unos días aquejados por un estado febril que impedía moverme. Con la inquietud de unos pasos fronterizos que arrinconan a este tipo de viajeros a un periodo de cuarentena, conseguí cruzar al otro lado. Sorprendida por una armonía poco frecuente a estos espacios, llegué a Kampuchea, convencida de que este inicio de naturaleza impropia, constituía el preludio de los días que seguirían.
Lejos de ofrecer una descripción minuciosa sobre posibles rutas, ésta es una invitación, unas palabras que dejan una puerta entreabierta a viajeros de ánimo curioso, aquellos que creen y crecen en el camino. Pues recordad las palabras que ya apuntó el brasileño Amyr Klink: "Hay algo peor que no terminar un viaje, y es no empezarlo jamás".
1 comentarios:
me da gana de conocer mas sobre la historia de estos pueblos y de esta gente...ET..
Publicar un comentario