Los intentos frustrados pronto dieron paso a las maneras del silencio. Sin saber qué hacer, permanecí sujeta a la inmovilidad, única certeza que, al menos, me concedería una prórroga. Una suspensión temporal de lo inevitable. El bochorno de un sol en vertical aumentaba la dificultad, una dura prueba que no hacía más que alimentar mi preocupación.
Y, de nuevo, sentí como el suelo cedía ante mis pies. Con las piernas inmovilizadas, pensé en este curioso fenómeno natural al que el estereotipo actual ha dotado de mitos. Recordé aquellos libros de aventuras de escenarios en parajes pantanosos, donde el protagonista pisa un terreno en apariencia firme y comienza a hundirse rápidamente, engullido y devorado por las fauces de una tierra movediza. Una imagen de la maleta de mi memoria que poco o nada mejoraba mi ánimo. Confundida e irritada por la torpeza de lo ocurrido, comencé a maldecir el momento, minutos antes, en el que había decidido moderar el calor con un chapuzón.
A la altura de mi nariz aparecía el retrato que tantas veces me habían comentado al referirse a la belleza de estos lares. El sentido corporal con el que se perciben los objetos y sus colores adivinaba la grandeza de todo cuanto me rodeaba: formidables montículos de una elevación que exigía el movimiento ascendente de los músculos del cuello, mientras hacía un soberbio repaso a una tonalidad de frondoso verdegueante. Un plano resquebrajado por una extensa grieta, arteria conductora de unas aguas que reposan en sosegada calma. Esas mismas que, bajo los efectos de su magnetismo, habían detenido el curso de mi camino.
Foto: Danuta-Assia Othman
Con un horizonte ya cansado de esperar, retomé el asunto de etiqueta memorable en el que me encontraba. La tentativa de volver a moverme desaparecía al sentir cómo el barro sedimentado ganaba terreno y se acercaba así a la altura de mis caderas. Y, cuando la impotencia parecía ganarle el pulso a la esperanza, me desprendí del abrigo de la tensión del suspense al ver, a unos quince metros, a cuatro niños de no más de diez años que corrían de un lado a otro mientras se rebozaban con cierto alborozo por pura diversión. Vociferé (aliviada) tanto como pude, acompañándolo de los gestos necesarios que llamaran la socorrida atención. Con cautela, pues la sacudida de mi agitado cuerpo podía costarme algún centímetro más.
Bastaron pocos minutos para que acudieran en mi ayuda. Sin ningún adulto a la vista, empecé a dudar del auxilio que me podían proporcionar unos niños a los que les doblaba el peso y casi triplicaba la edad. Con un laosiano de dudosa pronunciación y ayudada, sobre todo, por la expresividad de mis gestos, logramos (o eso creí) entendernos al comprobar inmediatamente como éstos, colocados en cadena, tiraban con fuerza de mis manos. Tras un par de esforzados intentos conseguí salir de aquellas arenas movedizas que me habían atrapado por el descuido de la ignorancia durante un dilatado y espeso tiempo. Con un agradecimiento al servicio de la llamada del juego, aquellas criaturas de atrevida valentía continuaron chapoteando volviendo así a su estado natural infantil.
Foto: Danuta-Assia Othman
Foto: Danuta-Assia Othman
Algo incrédula de lo sucedido, me zambullí (ahora sí) en las aguas del río Nam U mientras me desprendría de la sustancia viscosa que me había embarrado tres cuartas partes de mi cuerpo. La generosidad de aquellas gentes de corta edad no había hecho más que ampliar la nobleza que irradiaba la atmósfera de aquel fascinante lugar. Un lugar portador de esa armonía, esa tranquilidad y esa belleza del paraje que otros, para dicha del viajero, tuvieron la oportunidad de disfrutar y, más que eso, respetar.